2ª Reflexión "EN VOZ ALTA"

["EN VOZ ALTA" He querido llamar así el comentario a la Regla que inicio hoy porque, como Consiliario de Formación, deseo que el mensaje que he reflexionado y meditado en mi corazón, pueda llegar al mayor número de hermanos. El lema que me sirve de inspiración en mi servicio a la hermandad, lo tomo prestado de san Pablo a los gálatas: "...hasta ver a Cristo formado en vosotros" (4, 19)].

Mi propósito, como ya dije, es una reflexión continuada del Título Segundo de nuestras reglas: "De la Espiritualidad de la Hermandad", pero he querido iniciarlo con la Regla 4ª porque esta regla, que sirve de preámbulo, es como la piedra angular de todo el edificio.

REGLA 4ª
Los fines de la Real Hermandad y Archicofradía, como asociación pública de fieles, son dar gloria y culto público a Dios Nuestro Señor y a su Madre Santísima la Virgen María; promover la evangelización de sus miembros, mediante la formación teológica y espiritual, y el ejercicio de la caridad cristiana, potenciándola a favor, en primer lugar, de los hermanos de la Corporación que están necesitados, de las personas necesitadas del barrio en que radique y en general, de todo prójimo que lo precise; participando, además, en los Programas de la Pastoral de la Diócesis y de la Acción Social de la Hermandades y Cofradías de Sevilla.

Fin se le llama al "objetivo o motivo con que se ejecuta algo" (RAE). Si emprendemos una tarea, siempre en ella anida el motivo que nos mueve a llevarla a cabo o el fin que se pretende lograr. Acometemos una empresa poniendo de antemano el objetivo y la meta que deseamos alcanzar, aunque en realidad el fin es lo último que va a aparecer, como ya lo decía el adagio latino: Sapiens incipit a fine, et primum in intentione est ultimum in executione, (El sabio comienza considerando el fin, que es lo primero en la intención y lo último en conseguirse). El fin, que es lo que se va a obtener posteriormente y viene a ser el logro y el resultado de nuestro empeño es, a la hora de verdad, el motor y la fuerza que tira de nosotros. De ahí su importancia en toda organización e institución que se pone en marcha. Los fines son en realidad el acicate, el incentivo que nos mueve a obrar y a llevar a cabo lo que nos proponemos. Se le llama también: causa final, porque es lo determinante del obrar humano; de ahí su importancia y la necesidad de tener los fines claros y diáfanos en la mente y el corazón, presidiendo siempre nuestro obrar y proceder.

Nuestra Regla 4ª, después de hablarnos del nombre y sede de nuestra Hermandad (1ª), de describirnos el escudo y la medalla de la misma (2ª), de mostrarnos cómo es el Estandarte y cómo su insignia representativa (3ª), todas ellas realidades y símbolos que nos identifican externamente, acomete, de pronto, el para qué existe nuestra hermandad y qué se propone conseguir con su existencia organizada. A mi entender, creo que esta regla, como lo será también todo el Título Segundo: La Espiritualidad de la Hermandad, salen al paso como una clara advertencia de lo que hay que tener en cuenta antes que nada y por encima de todo. Los fines de nuestra hermandad, el para qué existe nuestra corporación y qué se propone llevar a cabo, deben estar claros en la consciencia de todos los hermanos. De ello depende el ser o no ser de nuestra hermandad, la razón de nuestra existencia. Y es lo que nos va a caracterizar internamente como hermandad.

Tres fines aparecen claramente expresados en la Regla como los depositarios de nuestra verdadera preocupación de hermanos.

1. Dar gloria y culto público a Dios Nuestro Señor y a su Madre Santísima la Virgen María.
2. Promover la evangelización de sus miembros, mediante la formación teológica y espiritual.
3. El ejercicio de la caridad cristiana.

Hoy vamos a profundizar el primero de ellos.

Primer fin: Dar gloria y culto público a Dios Nuestro Señor y a su Madre
Santísima la Virgen María.

Este es un fin que, si lo miramos bien, se identifica claramente con el fin de toda vida cristiana. Somos cristianos porque reconocemos y adoramos a Dios, amándolo con todo el corazón, con toda el alma, con todas las fuerzas y con todo nuestro ser. Y lo hacemos asumiendo su designio benevolente para toda la humanidad y tal como Él nos lo reveló: El plan de salvación llevado a cabo en y por su Hijo Jesucristo, encarnado en Santa María Virgen por obra y gracia del Espíritu Santo. Así, el corazón mismo de nuestra fe cristiana es Jesucristo, Nuestro Salvador y Redentor y, por ello, Señor Nuestro. Y, con él, ligado a su misión salvífica, está María, su Madre, quien unida con su entrega total a su obra salvadora, es santísima, reconocida y venerada por la Iglesia y que intercede por nosotros. Es este reconocimiento, profunda verdad que cambia de raíz nuestras vidas, lo que nos hace reverenciar a Dios, rindiéndole un culto de adoración y de acción de gracias por su benevolencia y amor. Un culto que está inserto en la vida de la Iglesia, sacramento visible, histórico y universal de la Salvación querida por Dios. Nuestra Hermandad, por ello, dentro de la comunidad universal de la Iglesia es, antes que nada, una comunidad cristiana –en el lenguaje de nuestra regla: asociación pública de fieles- que quiere para sí esta vocación de adoración y acción de gracias y que quiere, asimismo, proclamarlo externamente y hacerlo público. Nuestro culto –como el de toda la Iglesia- quiere ser un culto que nace de lo profundo de nuestro ser convertido y transformado por el Señor, que nos capacita para presentarnos como hostias vivas y agradables a él, en el ejercicio de nuestra función sacerdotal recibida en nuestro bautismo. Nos dejó dicho Jesús: "Los verdaderos adoradores adoraran a Dios en espíritu y en verdad" (Jn 4, 23). Culto y adoración serán verdaderos cuando nacen dentro de nosotros por la aceptación interior de la primacía de Dios en nuestras vidas y, por ello, inmersos en la Verdad misma de Dios en nosotros.

Pero, asimismo, el culto, dentro de la Iglesia, tiene sus consecuencias. Si la adoración y el culto son la expresión de nuestro ser cristiano y de la vivencia de nuestra fe, hay también una íntima relación entre el culto y la vida. Relación que va a verificar la autenticidad y el significado profundo del propio culto, porque la prioridad está de parte de la vida. Así, el culto es verdadero si brota de nuestra fe y entrega personal y comunitaria a Dios, pues la fe y el culto que rendimos a Dios, se verifica en la vida, en la coherencia entre creer, adorar y ser consecuente con la fe. El culto no tiene, pues, un valor sustantivo, sino un carácter instrumental porque es la manifestación externa de la adoración y agradecimiento personal y comunitario a Dios siendo el culto su expresión jubilosa. Por ello, por su verdad, por su autenticidad, porque refleja lo que realmente sucede dentro de nuestra persona y de nuestra hermandad, nuestro culto será verdadero si nos lleva a vivir nuestra vida desde Dios y a realizar con Él, en nuestra entrega diaria, su proyecto de salvación. Tiene el culto, como toda la liturgia de la Iglesia, valor y sentido en la medida que expresa, simboliza, actualiza, celebra y anima la adoración, la vida y la salvación. De lo contrario, separado de la vida, sin apertura veraz a Dios, vivido como una realidad aparte y desligada de la vida, podría adquirir un carácter mágico, y ser un ritualismo estético, formalista y vacío.

En resumen: La experiencia íntima de adoración y entrega personal a Dios, se debe reflejar en nosotros con la transformación de nuestra vida; Sólo así, la gloria y el culto que realizamos en comunión y armonía con los hermanos, a través de la expresión religiosa externa y pública a nuestros titulares a lo largo del año, será un culto y adoración agradables a Dios. Y entonces sí, todos los símbolos y ejercicios que hagamos serán los signos externos de nuestra vivencia cristiana. Necesitamos expresar nuestra fe hacia afuera, necesitamos manifestar y comunicar a los demás lo que bulle dentro de nosotros; Esta es una ley antropológica primordial: hay que decir fuera lo que realmente somos, expresar externamente lo que anida en nuestro corazón; nadie da lo que no tiene. Y en la religión esto es de suma importancia. La gloria y el culto auténticamente religiosos son los que significan y exteriorizan la vivencia íntima de la fe de la comunidad y fraternidad que somos.

"Pero llega la hora (ya estamos en ella) en que los adoradores verdaderos adorarán al Padre en espíritu y en verdad, porque así quiere el Padre que sean los que le adoren. Dios es espíritu y los que adoran, deben adorar en espíritu y verdad" (Jn 4, 23-24).

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